He de reconocer mi pasión desde hace muchos años por los autores clásicos, por su sencillez y libertad para describir el mundo tal como ellos lo veían; hasta tal punto esto ha sido así que, en muchas ocasiones, he vuelto a abordar el conocimiento de determinados periodos históricos a través de la lectura de sus obras, y el resultado ha sido una mejor comprensión del mundo Antiguo y de la belleza y complejidad de esas épocas, mucho más allá de lo que me habían ofrecido los manuales de Historia. Y entre estos autores, Heródoto, el llamado padre de la Historia, es uno de mis preferidos, sobre todo porque sería un verdadero gozo para mí ver cómo describiría el mundo actual con ese espíritu curioso y racionalista que aplicó a su obra. En el caso español, además, contamos con preciosas ediciones de sus obras, como la llevada a cabo por la editorial Gredos, que cuenta con las valiosas aportaciones de la Introducción realizada por Francisco R. Adrados y las notas aclaratorias de Carlos Schrader, todo lo cual hace más clarificadora la lectura.
En su narración sobre Lidia, Heródoto nos dice que, en “comparación con otros países, Lidia no posee muchas maravillas dignas de mención”, aunque destaca “un solo monumento, muy superior en dimensiones a cualquier otro”, salvo los monumentos egipcios y babilonios; se trata de la tumba de Aliates, padre de Creso, costeada por “los vendedores del mercado, los artesanos y las mujerzuelas del oficio”. Según el historiador griego, todavía en su época se conservaban cinco pilares en la cima de la tumba en los que estaba registrado cuánto había aportado cada uno de estos grupos y “al hacer el recuento, se podía constatar que la aportación de las mujerzuelas era la mayor, pues resulta que todas las hijas del pueblo lidio se prostituyen para reunir una dote –lo hacen hasta que forman un hogar- y llegan al matrimonio con sus propios medios”. Aparte de esta costumbre de prostituir a sus hijas, nuestro historiador añade que son muy semejantes a los griegos, siendo los primeros que acuñaron monedas de oro y plata, así como los primeros en comerciar al por menor.
Pese a ello, posiblemente estemos más ante una costumbre de tipo religioso que ante un asunto crematístico, pues este mismo autor recoge también la costumbre, a la que considera “sin duda [la] más ignominiosa que tienen los babilonios es la siguiente: toda mujer del país debe, una vez en su vida, ir a sentarse a un santuario de Afrodita y yacer con un extranjero. Muchas de ellas, que consideran impropio de su rango mezclarse con las demás en razón del orgullo que les inspira su poderío económico, se dirigen al santuario, seguidas de una numerosa servidumbre que las acompaña, en carruaje cubierto y aguardan en sus inmediaciones. Sin embargo, las más hacen lo siguiente: muchas mujeres toman asiento en el recinto sagrado de Afrodita con una corona de cordel en la cabeza; mientras unas llegan, otras se van. Y entre las mujeres quedan unos pasillos, delimitados por cuerdas, que van en todas direcciones; por ellos circulan los extranjeros y hacen su elección. Cuando una mujer ha tomado asiento en el templo, no regresa a su casa hasta que algún extranjero le echa dinero en el regazo y yace con ella en el interior del santuario. Y, al arrojar el dinero, debe decir tan sólo: <Te reclamo en nombre de la diosa Milita> (ya que los asirios, a Afrodita, la llaman Milita). La cantidad de dinero puede ser la que se quiera; a buen seguro que no la rechazará, pues no le está permitido; ya que ese dinero adquiere un carácter sagrado: sigue al primero que se lo echa sin despreciar a nadie. Ahora bien, tras la relación sexual, una vez cumplido el deber para con la diosa, regresa a su casa y, en lo sucesivo, por mucho que le des no podrás conseguir sus favores. Como es lógico, todas las mujeres que están dotadas de belleza y buen tipo se van pronto, pero aquellas que son poco agraciadas esperan mucho tiempo sin poder cumplir la ley; algunas llegan a esperar hasta tres y cuatro años. Por cierto que, en algunos lugares de Chipre, existe también una costumbre muy parecida a esta”. Parece, sin embargo, que estamos ante una generalización de Heródoto a partir de algún tipo de culto a la fertilidad por el que las mujeres ofrecerían a la deidad su virginidad, o bien hace extensivo a todas las fieles de algunas deidades femeninas la labor que realizaban en algunos templos las esclavas adscritas al culto de una diosa, entre cuyas tareas se incluía la práctica de una prostitución sagrada al servicio de la divinidad, algo que otros autores han descrito para estas tierras.
Más adelante nos habla de un pueblo vecino de los escitas, que podrían estar situados en la cuenca del Irtisch, principal afluente del Obi, que “según cuentan, son también personas justas y las mujeres tienen los mismos derechos que los hombre, sin distinción de sexo.” Ello parece hacer referencia no a un sistema matriarcal, sino al hecho de que en culturas primitivas tanto hombres como mujeres desempeñaban todo tipo de tareas. Esta igualdad de sexos es también indiscutible en muchos momentos de la Historia de los pueblos antiguos, aunque las circunstancias no sean siempre las mejores. Así, en el año 228 a. C. los romanos enterraron vivos a un griego y a una griega, junto con un galo y una gala, en el foro boario, por indicación de los libros sibilinos; y el mismo sacrificio se renovó en el 216 a. C. después de Cannas, hecho éste al que parece referirse Plutarco al referirse a la forma de expiar un crimen de impureza de las vestales: “Pareciendo el caso atroz, los sacerdotes…”.
Esta característica, sin embargo, convivía con otros aspectos menos agradables que prueban igualmente su estadio de civilización. Se trata de la costumbre seguida por la cual “cuando a un hombre se le muere su padre, todos sus deudos llevan reses en calidad de presentes y, tras inmolarlas y descuartizar sus carnes, descuartizan también el cadáver del padre de su anfitrión; luego mezclan toda la carne y se sirven un banquete.” Estaríamos, por tanto, ante un ejemplo de canibalismo religioso cuyo objetivo era absorber el espíritu del difunto, algo que se ha dado en numerosos pueblos a lo largo de la Historia.
Por otro lado, este rito se completaba con el afeitado de la cabeza del difunto, que era limpiada cuidadosamente y bañada “en oro”, pasando a ser un objeto de veneración en lo sucesivo, práctica que la arqueología ha verificado al encontrar en las orillas del Mar Negro cráneos adornados con placas de oro.
En otras ocasiones, Heródoto señala costumbres que nos recuerdan el mundo medieval europeo; al hablar de los adirmáquidas, pueblo libio fronterizo con Egipto, señala que “son los únicos que presentan al rey a las doncellas que van a contraer matrimonio; y es el monarca quien desflora a la que resulta de su agrado”. Parece que esta costumbre se mantuvo entre algunos pueblos bereberes de Libia hasta el siglo XIX, basándose en la idea de que el rey, como sumo sacerdote, tenía poderes sobrenaturales que trasmitía en esos momentos a la virgen novia, protegiéndola así de los malos influjos.
Respecto a otro de los pueblos libios de la antigüedad, el de los nasamones, que eran polígamos, Heródoto dice que “cuando un nasamón se casa por primera vez, la costumbre establece que, durante la primera noche, la novia pasa por las manos de todos los convidados y que se entregue a ellos; y cada uno de los invitados, cuando la mujer se le ha entregado, le da entonces el regalo que al efecto ha traído de su casa”.
Y de los gindanes, pueblo que habitaba el sudoeste de Tripolitania, recoge que sus “mujeres llevan alrededor de los tobillos numerosas ajorcas de piel. Según cuentan, el significado de las mismas es el siguiente: toda mujer se ata una ajorca alrededor del tobillo por cada hombre que haya mantenido relaciones con ella. Y la que más tiene, pasa por ser la de más valía, dado que ha sido amada por un mayor número de hombres”. Como sabemos, las ajorcas son una especie de aros, normalmente de metal pero también de otros materiales, como es el caso, que para su adorno llevaban las mujeres en los brazos, muñecas o tobillos. Parece que una costumbre parecida es descrita por Eliano referida a las mujeres de Lidia.
Otro pueblo libio, el de los maclíes, durante la “festividad anual en honor de Atenea, sus doncellas, divididas en dos bandos, luchan entre sí con piedras y garrotes, cumpliendo así, según cuentan, los ritos instituidos por sus antepasados en honor de la divinidad indígena que nosotros llamamos Atenea. Y a las doncellas que pierden la vida a consecuencia de las heridas, las tildan de falsas doncellas”. Se trataría, por tanto, de una curiosa manera de comprobar la virginidad femenina, aunque la escena nos recuerde sobre todo a algunos programas de lucha entre mujeres que se pueden ver en las televisiones como una forma más de degradación del ser humano, lo cual se retransmite sin que se alcen muchas voces contra ello.
De otro de los pueblos libios, los auseos, vecinos de los anteriores, dice Heródoto que los hombres “gozan de las mujeres a discreción, y no están casados con ellas, sino que se aparean como las bestias. Y cuando una mujer tiene un hijo como resultado de sus relaciones con varios hombres, los interesados se reúnen en un lugar determinado a los dos meses y el niño se considera hijo del hombre al que se parezca”. Este sistema de adscripción de los hijos a sus posibles padres ha sido tema de conversación de muchos en pleno siglo XX, como forma gráfica de determinar la paternidad.
Un caso curioso sobre el papel de la mujer en la Antigüedad a partir de las construcciones mentales del mundo clásico lo encontramos en el mito de las amazonas, que Heródoto sitúa dentro del pueblo indígena de los záveces, que son vecinos de los libios maxies, y de las que dice que sus “mujeres son quienes conducen los carros a la guerra”. Se trata de un mito que parece haber tenido una importante base real y cuya vigencia como mito o realidad se mantuvo para los occidentales durante siglos, reflejándose de forma prolija en el arte y hasta en la Geografía.
De los licios dice Heródoto que sus “costumbres [son] en parte cretenses y en parte carias. Ahora bien, tienen una particularmente singular y en ella no coinciden con ningún otro pueblo: heredan los hombres de sus madres y no de sus padres. Y si un licio le pregunta a un conciudadano suyo quién es, el interpelado se identificará por el nombre de su madre y enumerará sus antepasados femeninos. Asimismo, si una ciudadana se une a un esclavo, los hijos se consideran legítimos; en cambio, si un ciudadano, aunque sea el primero de ellos, tiene una mujer extranjera o una concubina, los hijos carecen de derechos civiles”. Estamos, pues, ante la existencia de linajes matrilineales, no muy frecuentes, pero que sí existieron en determinadas sociedades; hay que tener en cuenta que la ascendencia por vía materna es evidente en el parto, aunque en algunos casos, como ocurría con las reinas en muchas zonas, debiera ser refrendada por la asistencia de testigos durante el nacimiento. La madre naturaleza, por el contrario, no da pruebas irrefutables de la paternidad, aunque podamos apelar al sistema seguido por el pueblo de los auseos, que hemos descrito.
Otro relato curioso sobre la prevalencia femenina aparece en el mito de los Argonautas, quienes cuando llegaron a la isla de Lemnos se encontraron “una sociedad regida tan sólo por mujeres, dado que habían asesinado a sus maridos a causa de su alejamiento por el mal olor que Afrodita les había enviado por haber descuidado su culto; tal como señalan F. Javier Gómez, Antonio Pérez y Margarita Vallejo en su obra sobre las Tierras fabulosas de la Antigüedad. No conviene, sin embargo, hacer hincapié en la menor higiene masculina que refleja este mito, pues ello puede llevar a algunas personas con responsabilidades políticas a establecer nuevas normas que nos digan, no sólo qué debemos comer o como hablar, sino también la regularidad del baño y las penas consiguientes por su incumplimiento.
También el matrimonio es el fruto de una tremenda variedad de costumbres. Heródoto señala que los babilonios, y según tenía entendido también observaban esta costumbre los vénetos de Iliria, realizaban en cada aldea “una vez al año la siguiente ceremonia: reunían a todas las doncellas que aquel año habían alcanzado la edad de casarse, las llevaban a todas juntas a un lugar determinado y a su alrededor se situaba un sinnúmero de hombres. Entonces, un pregonero las hacía levantarse una por una y las iba poniendo en venta; empezaba por la más agraciada de todas y, luego, una vez adjudicada ésta a alto precio, subastaba a la que seguía a aquella en hermosura. Las ventas se realizaban con fines matrimoniales, así que todos los babilonios casaderos que eran ricos, pujando entre sí, se hacían con las más bonitas, en cambio, todos los plebeyos en edad casadera, que para nada necesitaban una hermosa figura, recibían por su parte a las doncellas más feas y ciertas sumas. En efecto, cuando el pregonero había terminado de subastar a las doncellas más agraciadas, hacía ponerse en pie a la más fea o, si la había, a alguna lisiada y en voz alta preguntaba quién quería casarse con ella percibiendo menos dinero, hasta que la adjudicaba a quien se avenía a la menor suma. Ese dinero, como es natural, provenía de la venta de las doncellas agraciadas y, así, las hermosas casaban a las feas y lisiadas. Por otra parte, a nadie le estaba permitido casar a su hija con quien quisiera y tampoco llevarse sin fiador a la doncella que comprara, sino que el comprador tenía que presentar fiadores de que, en realidad, iba a casarse con ella; sólo entonces podía llevársela”. El historiador griego considera que se trataba de una acertadísima costumbre, aunque en su época ya había sido abandonada; hay que señalar, sin embargo, que en los documentos babilonios sobre contratos matrimoniales no han aparecido referencias a esta costumbre. Por otro lado, cuando afirma que los plebeyos en edad casadera no necesitaban para nada a una mujer con hermosa figura, está reflejando desde su posición aristocrática una realidad social común a muchas épocas: las esposas de la gente humilde eran, sobre todo, un instrumento más de trabajo de la unidad familiar.
Sobre las costumbres de los egipcios, Heródoto señala que estos han adoptado “en casi todo, costumbres y leyes contrarias a las de los demás pueblos. Entre ellos son las mujeres las que van al mercado y hacen las compras, en tanto que los hombres se quedan en casa tejiendo. Y, mientras que los demás pueblos tejen echando la trama hacia arriba, los egipcios lo hacen hacia abajo. Los hombres llevan los fardos sobre la cabeza; las mujeres sobre los hombros.” Estas diferencias de los egipcios con otros pueblos iban, incluso, más allá, pues, según él, las “mujeres orinan de pie; los hombres en cuclillas.” Y, tanto unas como otros: “Hacen sus necesidades en casa, pero comen fuera, en las calles, alegando, al respecto, que las necesidades poco decorosas -pero ineludibles- hay que hacerlas a solas, y a la luz pública las que no lo son.
También, a diferencia de lo que ocurría en la mayoría de los pueblos antiguos: “Ninguna mujer ejerce el sacerdocio de dios o diosa alguno; los hombres, en cambio, ejercen el de todos los dioses y diosas.” Estamos ante una afirmación que debe, sin embargo, ser matizada, ya que posiblemente este historiador se refiera a la menor importancia de las tareas religiosas de las mujeres en los templos y en la religión egipcia, pero no a su exclusión, puesto que sabemos, y eso es visible, por ejemplo en la pintura, que la mujer participaba de los ritos religiosos y formaba parte, con determinadas funciones, de los templos.
Por último, Heródoto refiere, en contraposición a lo que ocurría en el mundo griego, que en Egipto los “hijos, si no quieren, no tienen ninguna obligación de mantener a sus padres, pero las hijas, aunque no quieran, tienen una obligación estricta.” La cuestión para nosotros sería dilucidar si en este tema somos más griegos, entre los que se podían perder los derechos como ciudadanos si no se cumplía con esta obligación, o somos más egipcios.
En la obra antes citada sobre las Tierras fabulosas de la Antigüedad, sus autores señalan que quizás el relato que da una curiosa solución a los problemas que pueda platear la relación entre los sexos se deba a la fantasía de Luciano en sus Historias verdaderas, donde parodia las obras sobre fabulosos viajes en los que la realidad había terminado por desaparecer ante la simple fabulación. Luciano narra un viaje a la Luna, situada en medio del aire a modo de isla, cuyos habitantes eran los “cabalgabuitres, hombres que cabalgaban a modo de caballos sobre buitres enormes cuyas plumas eran mayores que el mástil de un navío mercante.” Además, lo más chocante de su relato sobre esta isla es que en ella no existían mujeres, por lo que sus gentes “actuaban hasta los veinticinco años como esposas y después como maridos, quedando embarazados en la pantorrilla.”
Estamos casi seguros de que el relato anterior, y todo lo que los autores clásicos escriben sobre el mundo de la época, no tiene ninguna vigencia en la actualidad ni posibilidad de hacerse real en la actualidad. O sí, quién sabe.