Hace ya algunos años explicaba a los alumnos de Historia Universal Contemporánea la idea de que las sociedades son el resultado del funcionamiento de una serie de engranajes que están interrelacionados, de tal forma que los cambios que se produjeran en uno de ellos repercutían de forma inmediata en el resto, aunque esa inmediatez en el tiempo histórico no sea tal y sólo se perciba pasados los años e incluso muchas décadas después, ya que las sociedades suelen seguir funcionando mientras se adaptan a los cambios y, únicamente, en las situaciones en las que los cambios son verdaderamente revolucionarios las antiguas sociedades colapsan.
En esencia, esos engranajes son las distintas estructuras que componen una sociedad: la estructura económica, la social, la política, la cultural o de las ideas y su plasmación… Cada una de ellas tiene, además, unos ritmos de cambio propios, y es por ello que algunos hablan de acontecimiento, coyuntura, estructura y superestructura, atendiendo principalmente a la duración de los tiempos en los que se desarrollan los cambios de cada nivel estructural.
Puede parecer farragoso, pero en realidad es bastante sencillo, puesto que se basa en una lógica interna que rige todas las sociedades: los cambios en las estructuras económicas conllevan cambios en las estructuras social, política, de mentalidades…; y, a su vez, los cambios en las estructuras políticas, por ejemplo, producen necesariamente, cambios en el resto de estructuras. Los ritmos de estos cambios pueden ser distintos según al nivel estructural que afecten, pero el cambio siempre se produce.
Así, el cambio de mentalidades que se ha dado en muchos países en el último siglo está dando lugar ahora, entre otros, a profundos cambios sociales y económicos que hacen que el mundo sea en estos aspectos muy distinto ahora del que existía en los comienzos del siglo XX.
Explicado de otra forma, podemos decir que en un sistema político teocrático es imposible que se den unas estructuras económicas de tipo capitalista y una verdadera sociedad de clases, a la vez que el mundo de las ideas estaría limitado al pensamiento mágico. O, poniendo otro ejemplo, un sistema político comunista conlleva una economía colectivista y la inexistencia de clases sociales tal como las entendemos normalmente, a la vez que la cultura como manifestación libre del espíritu humano no existiría.
Y esto es así aunque la duración de la vida de un hombre no permita percibir en toda su complejidad los cambios que puedan estar produciéndose en el mundo en el que vive. El estudio de la Historia, por el contrario, sí nos permite conocer en parte estas leyes históricas que rigen el devenir de las sociedades y nos permiten vislumbrar el desarrollo futuro de las sociedades. Sin embargo, al igual que la Meteorología o la Vulcanología son unas ciencias cuyas predicciones no siempre son acertadas, lo que se explica porque la complejidad de los fenómenos que intervienen y la gran cantidad de variables a tener en cuenta impiden definir con claridad sus leyes. Incluso la Física, tan cercana a la concreción matemática, ha ido modulando sus leyes a tenor de los nuevos descubrimientos; es decir, según se van conociendo nuevos elementos o se valoran de manera distinta los ya conocidos.
La ciencia histórica, por su parte, cuenta también con sus propias leyes, pero aquí los elementos a tener en cuenta son tan complejos como lo es el ser humano como ser social. En este sentido, mientras hay elementos como el relieve, la existencia o no de determinados recursos o las características climáticas que son más fáciles de explicar respecto a su incidencia en las sociedades humanas, los factores relacionados con las actuaciones individuales o colectivas requieren de explicaciones cada vez más complejas, especialmente como consecuencia de los nuevos y perfeccionados medios de control social con que cuentan los dirigentes reales de esas sociedades.
A mí me parece evidente que la rebelión de las masas de la que hablaba Ortega y Gasset en las primeras décadas del siglo pasado es ahora más real que nunca, si bien dicha rebelión parece cada vez menos espontánea.
Por otro lado, si aceptamos como hipótesis que lo anterior es en buena parte cierto, nunca como ahora ha sido más difícil entender el mundo en el que vivimos. Miremos donde miremos, los grupos dirigentes aparecen como incompetentes o, lo que es peor, como suicidas. Las estructuras sociales están siendo alteradas sin que aparezca con claridad un modelo que las sustituya: la individualidad del ser humano, hombre o mujer, tiende a negarse y la célula básica de las sociedades, la familia, es atacada de forma, aparentemente al menos, gratuita. La manipulación a la que se somete a la gente por distintos medios ha difuminado la sociedad, la cual está siendo sustituida por una masa amorfa, a la vez que en determinados casos empieza a otearse en el horizonte la propia extinción de algunas de estas sociedades ante la falta de reproducción de sus individuos; cuando su número sea ínfimo, esos restos serán absorbidos por otras sociedades que hayan demostrado mayor fortaleza en su supervivencia, dándose así un fenómeno histórico ampliamente repetido.
En este sentido, es curioso lo que ocurre en muchos lugares. No tiene ningún sentido, al margen de las cuestiones morales, que determinadas sociedades consideren el aborto como un derecho en respuesta a la existencia de un futuro ser no querido, negando así la posibilidad de la adopción a aquellas parejas de esa misma sociedad que, sin poder tener hijos, están deseando adoptar. No le veo la lógica y creo que no la tiene; incluso, desde un punto de vista egoísta, estamos prescindiendo de una parte importante de población, si se la dejara nacer, a la vez que se nos repite machaconamente que falta mano de obra y que por ello es necesaria la llegada de inmigrantes, aunque dicha inmigración se produzca ilegalmente.
Pero esta falta de adecuación que vemos en la cuestión inmigratoria entre lo que dicen las leyes y su aplicación es aún más grave en otros aspectos. Imaginémonos un alumno de Bachillerato que estudia la parte de Historia Contemporánea de España y su profesor le explica el terrorismo que padecimos en nuestro país durante varias décadas; por supuesto, y siguiendo los criterios de las últimas leyes educativas, a ese alumno se le intenta hacer comprender que la democracia es un valor en sí mismo que hay que defender, al igual que los derechos humanos y el cumplimiento de las leyes, como elementos básicos en cualquier sociedad democrática. Explicaciones todas ellas con las que casi todos estarán de acuerdo. Sin embargo, ese mismo alumno, en aplicación de la idea de que se le está educando para la vida, compara lo aprendido con la realidad en la que vive y ve cómo los antiguos terroristas y quienes les apoyan no sólo no están en muchos casos en la cárcel, sino que han alcanzado una parte importante de sus objetivos, a la vez que gobiernan en pueblos y ciudades, han obligado a huir de su tierra a muchos de quienes se enfrentaron a ellos y, además, se presentan como demócratas y luchadores por la libertad con el beneplácito de otras organizaciones políticas, todo ello apoyado por una machacona campaña de ocultamiento de sus crímenes pasados en lo que está siendo una verdadera adaptación de la Historia a estos atroces tiempos.
Para una persona normal, y todos los alumnos que merecen este nombre lo somos, porque todos somos alumnos, el choque entre la teoría aprendida y la realidad es un camino hacia el absurdo o, lo que es peor, hacia el cinismo y la irracionalidad, elementos ambos que explican en parte el pensamiento de algunos en estos tiempos.
Si miramos a las cuestiones económicas, la actuación de los dirigentes de algunas zonas del mundo, entre ellas Europa, es aún más difícil de entender. Si empezamos por los pequeños detalles, el absurdo ha terminado por imponerse: las normas ecologistas impiden de hecho el desarrollo de la antes poderosa industria automovilística europea y, de forma directa o indirecta, se incentiva la compra de coches ecológicos fabricados en los países más contaminantes del mundo, de lo que es un buen ejemplo China. El resultado será, o ya lo está siendo, que la industria europea entre en declive y sea paulatinamente sustituida por la de países de otros continentes. Cuando esto ocurra los grupos dirigentes de Europa pondrán en marcha medidas proteccionistas que serán respondidas por los demás y volveremos al mismo punto de partida: cada país llevará a cabo sus propias políticas económicas, solo que entonces los países europeos serán mucho más pobres. Mientras tanto, como me decía alguien en una conversación reciente, la gente no tomará ninguna decisión a la hora de comprarse un coche porque simplemente, no sabe a qué atenerse.
Si alguien esperaba que la globalización iba a crear un mundo de paz gracias a las estrechas relaciones económicas entre los países, el resultado es el contrario. La globalización ha beneficiado a algunos países que se han convertido en potencias expansionistas y con tendencias hegemónicas, sin que enfrente existan otros países con la suficiente fuerza como para evitarlo. Y ello sin contar con que la globalización se ha basado en el traslado de una buena parte de las fábricas que antes existían en los países occidentales a países asiáticos, fundamentalmente, y no sólo en busca de salarios más bajos. Para ello se han obviado la falta de derechos laborales en estos países y la ausencia de legislaciones medioambientales. Todo ello, evidentemente, los hace más baratos a la hora de producir, pero nadie habla del coste que ello supone para sus habitantes y para el medio ambiente mundial, y mucho menos se habla del empobrecimiento de la clase obrera de los países occidentales donde antes estaban esas fábricas. Si, además, tenemos en cuenta que algunos de los países receptores de las nuevas fábricas continúan siendo dictaduras, como es el caso de la actual China comunista, la estupefacción es aún mayor: ¿dónde queda la defensa de la democracia como modelo político defendido por Occidente?.
Es toda una cadena cuyos eslabones merecen ser analizados en próximos artículos.