lunes, 2 de enero de 2023

MANIFIESTO DE UN SIMPLE CIUDADANO

 

Las palabras, especialmente las palabras escritas, tienen la virtud de reflejar la opinión, el modesto análisis y las preocupaciones de quien las escribe. O, lo que es lo mismo, le permiten manifestar de esta forma su pensamiento, aunque esas palabras tengan el valor solo de pertenecer a un simple ciudadano.

Que estamos en un momento crucial de la Historia de España es evidente, incluso para aquellos que, sabiéndolo, prefieren ignorar la situación. Evidente es también que el juego político en los países democráticos se basa en la competencia entre partidos de izquierda y partidos de derecha, complementados con otros partidos, normalmente pequeños pero de gran importancia por su papel a la hora de conformar mayorías, que solemos situar difusamente en lo que denominamos centro.

Se trata, pues, de un modelo que en líneas generales es común a los países occidentales y a todos aquellos que han adoptado sus formas políticas.

España, sin embargo, es en realidad una excepción a este sistema. Y no porque presente particularidades, ya que todos los países occidentales, en línea con su propia evolución histórica, las poseen sin que ello suponga renunciar al modelo común, sino porque su triángulo político de derecha-centro-izquierda es tremendamente imperfecto.

Si exceptuamos al Partido Comunista de España (PCE), que mantuvo una cierta, aunque escasa, actividad contra la Dictadura del General Franco, dictadura que no hay que olvidar que se mantuvo en pleno vigor hasta la muerte del dictador en su cama, el resto de las antiguas organizaciones políticas actuales nacen en la Transición que dio paso a la democracia actual. En ese período los españoles optaron por descartar las opciones de ideología comunista y la caída del Muro de Berlín unos años después les demostró lo acertado que había sido esa decisión al dejar en evidencia, ya imposible de ocultar, la situación de dictadura y de falta de cumplimiento de los derechos humanos que se daba en los regímenes comunistas, cuya denominación de democracias populares era una simple falsedad que todavía se mantiene desgraciadamente en algunas zonas del planeta.

Dentro de la izquierda hubo, sin embargo, una opción triunfante en la figura del Partido Socialista Obrero Español. Pese a contar con unas siglas históricas, este partido presentaba dos rasgos curiosos. Por un lado, los socialistas, al contrario que los comunistas, no habían jugado ningún papel de oposición a la dictadura, simplemente habían estado desparecidos, algo que quienes tienen la edad suficiente para haber vivido parte de aquellos años sabe perfectamente, aunque ahora no se recoja en algunas obras de Historia de España. Por otro lado, el PSOE de la Transición, liderado por Felipe González, era en realidad un partido nuevo que sustituyó al todavía existente Partido Socialista Obrero Español anterior, al que se adosó el término de histórico, para diferenciar a ambos, denominación con la que se presentó a las primeras elecciones generales tras la muerte del Dictador, en competencia directa con el nuevo PSOE surgido, prácticamente ex novo, en los últimos años de Franco.

Este nuevo PSOE intentó, y como tal se presentó, recoger las formas socialdemócratas que se daban en otros partidos de ese tipo en algunos países europeos, y de ahí su renuncia oficial en un congreso al marxismo y la creación de una imagen de modernidad que los españoles premiaron con su triunfo electoral en 1982. Pese a ello, este partido acogió también a una buena parte de los cuadros dirigentes de las antiguas formaciones comunistas que veían en su nueva adscripción política la única manera de acceder a puestos de poder político; y este objetivo fue también compartido por muchos otros que, sin tener una ideología concreta, veían en este PSOE una opción ganadora, sobre todo en muchos casos, cuando ya había ganado. El interés de unos por acceder al poder y el propio interés del partido por dotarse de cuadros suficientes que le permitieran llevar a cabo su acción política, una vez ganadas las elecciones, se complementaron a satisfacción de ambas partes. De esta forma, a quienes mantenían sus convicciones socialdemócratas se les unían otros muchos cuyos intereses eran muy distintos.

Y también en esto, quienes tengan los años suficientes para rememorar las vivencias de aquellos años habrán conocido innumerables casos de nuevos socialistas de toda la vida que surgieron a millares en aquella época. En ocasiones, abundaban los individuos pertenecientes a familias franquistas, con mando en plaza, que ahora optaban por abrazar el socialismo de nuevo cuño, manteniendo así su estatus anterior, aunque ahora con otro partido en el poder. Esto me recuerda la estrategia seguida por algunos linajes nobiliarios a lo largo de la Historia de España de dividir en los conflictos importantes las fidelidades familiares entre las dos partes; así lo hicieron en la Guerra de Sucesión española, entre Felipe V y el Archiduque Carlos de Austria, e igualmente entre los españoles partidarios de la independencia de España y el partido de los afrancesados en la Guerra de Independencia: gane quien gane, el linaje permanece, porque siempre habrá miembros de él en el bando vencedor.

El resultado de todo ello fue que el PSOE se convirtió en el partido hegemónico de la izquierda en España y en un partido en el que el pragmatismo se impuso a la ideología socialdemócrata. Y ello nos podría dar pistas sobre su evolución política, tanto en el poder como en la oposición. Los socialistas pasaron así a defender ideas reaccionarias como la existencia de privilegios para determinadas regiones; se convirtieron en los máximos defensores de un sistema autonómico que ha hecho desaparecer la igualdad entre los españoles, es tremendamente ineficiente y cuyo mantenimiento se ha traducido en una insoportable carga económica para todos; y ha terminado por negar validez al mismo sistema político que les ha permitido gobernar durante más de dos décadas.

De esta forma, España carece hasta ahora de una opción de izquierdas que defienda la unidad y la igualdad de los españoles. Y esto nos diferencia del resto de países occidentales en los que todos los partidos defienden su país y la existencia del mismo por encima de las luchas políticas partidistas. Como a veces los detalles son clarificadores y tienen su importancia y significado, solo hace falta fijarse en cómo en los actos políticos de los partidos de izquierda europeos abundan las banderas nacionales junto a las enseñas del partido; contrariamente, en España eso simplemente no se da.

Es cierto que en los últimos años han surgido pequeños grupos de izquierda que defienden claramente la unidad de España, se oponen al Estado de las Autonomías tal como está diseñado, optando por un centralismo racional, y rechazan las alianzas con los partidos separatistas. Sin embargo, su visibilidad en los medios de comunicación es escasa, por no decir nula, pese a lo cual puede que su tendencia como opción política termine por imponerse y se confirme la decadencia de la izquierda actual, tal como ha ocurrido en los países europeos, donde los partidos socialistas han terminado por desaparecer, pese a haber adoptado, como método de supervivencia, nuevos conceptos políticos como el ecologismo o el feminismo que les pudieran servir de sustitutos a la pérdida de una ideología propia y de su falta de conexión con amplias capas de población.

Y el arrogarse la defensa de los derechos de las mujeres, algo que cualquier ciudadano occidental defiende, sobre todo cuando se defiende la igualdad entre los seres humanos, al margen, entre otras cosas, de su sexo, o del ecologismo, como si la defensa del medio ambiente fuera patrimonio de esa izquierda, en contradicción además con la evidencia real de que algunos de los países más contaminantes y que mayores desastres medioambientales han cometido y cometen poseen o han poseído regímenes socialistas puros, no evitará la desaparición de una izquierda que en otros campos políticos defiende ideas reaccionarias.

El que esa izquierda sea sustituida por una izquierda racional y defensora de unos principios básicos comunes a los partidos de derecha y, en su caso, de centro, en cuestiones, entre otras, como la unidad de España o la igualdad de todos los españoles, como principios que están por encima de la lucha partidista, el respeto a las leyes y a sus procedimientos, y la lealtad con las instituciones del Estado, es imprescindible si queremos que el sistema y la propia existencia de España se mantenga. La destrucción de ambos no tiene sustitución, por mucho que algunos hagan elucubraciones mentales confundiendo sus fantasías con los hechos. Y si esto ocurre, perderemos todos y mucho, incluyendo a quienes puedan considerarse victoriosos; pero los responsables mayores serán quienes lo han propiciado y favorecido desde sus posiciones de poder en la política, la economía o los medios de comunicación, entre otros, puesto que no se puede alegar ignorancia en quienes están ahí, en buena medida por su mayor preparación, y que cuentan con más datos e información que la gente del común.

Pero esta pequeña exposición quedaría incompleta si obviáramos otro de los hechos diferenciadores del sistema político español respecto al que existe en otros países occidentales. En nuestro país, el sistema electoral, por sus propias características, premia de forma grosera a los partidos que se presentan a nivel regional, ya que, a pesar de que en las elecciones generales se dilucida la representación nacional, el distrito electoral es la provincia y no la nación en su conjunto, como sería lógico para que nuestros representantes fueran el resultado de la voluntad de todos los españoles de manera proporcional. Por el contrario, los partidos regionales, muchos de ellos separatistas o cuyo objetivo es obtener privilegios respecto al resto de ciudadanos de otras regiones, obtienen con el sistema actual una sobrerrepresentación que no se corresponde con el número de ciudadanos que los han votado y que les convierte en imprescindibles apoyos para los Gobiernos nacionales, dando lugar, tal como hemos venido viendo en estas décadas, a un continuo chantaje para la obtención de dichos privilegios. Este tipo de partidos asumen así el papel de partidos bisagra que en otros países occidentales tienen los partidos de centro, lo que puede explicar una de las causas por las que en España no han triunfado nunca a nivel general las opciones centristas. Las posturas en la práctica de los partidos nacionales en defensa, más o menos manifiesta, de ese tipo de actuaciones de los partidos regionales es una buena prueba de esa necesidad de apoyos espurios que el sistema actual propicia. Por otro lado, no sólo es absurdo sino irracional que el Estado nación, que es la estructura donde nos plasmamos todos como pueblo, sufrague su propia destrucción dotando de recursos a estos pequeños partidos. Esto es tan cierto como que muchos países democráticos prohíben en sus legislaciones la existencia de los partidos separatistas, lo cual no significa que se prohíban las ideas, pero sí determinados actuaciones que atentan contra la existencia del país, al igual que cada uno puede pensar libremente sobre muchas cosas, pero a nadie se le ocurriría legislar a favor, por ejemplo, del infanticidio como medio de controlar el exceso de población.

En todo caso, los países, y si se quiere la nación moderna, son realidades históricas, pero no son entes eternos y la Historia de Polonia en los tres últimos siglos es un buen ejemplo de ello, por citar solo a un país occidental que desapareció del mapa durante dos siglos.

Es por ello que España tiene una necesidad urgente de contar con una izquierda racional presente en todo el territorio y que sea defensora, como hemos dicho, de unos principios básicos sobre la unidad y la igualdad de todos los españoles, que sustituya a la izquierda que ahora defiende ideas reaccionarias, tal como también hemos indicado. Y, a la vez, pueda contar igualmente con una opción de centro, común a todo el país, que sirva como esa tercera pata de la que hablábamos al citar como necesario el conjunto de derecha-centro-izquierda, para un mejor juego político. Lo contrario, es decir, la falta de una izquierda nacional y racional se ha traducido en la inexistencia de una verdadera derecha y la desaparición del centro político, lo que provocará como primera consecuencia la propia desaparición de la izquierda en sí, lo cual conllevará a su vez la inoperancia del sistema político y, paralelamente, el alejamiento ciudadano de dicho sistema al no verse representado por ninguna opción política. No es, por tanto, un panorama muy alentador el que podría darse si no somos capaces de realizar los cambios necesarios.