jueves, 29 de septiembre de 2022

APUNTES SOBRE LA UNIVERSIDAD LABORAL DE TOLEDO EN SU CINCUENTA ANIVERSARIO

        Las Universidades Laborales son, en mi opinión, una de las experiencias educativas más complejas e interesantes entre las que ha habido en España y de la cual formé parte. Tras pasar un examen de selección a nivel nacional, ingresé en la Universidad Laboral de Cheste (Valencia), en el curso 1971-1972, para realizar el Bachillerato Medio, coincidiendo con los años más importantes en la formación intelectual y humana de una persona. Tuve, sin embargo, la inmensa suerte de contar con un profesorado, en general, joven y altamente preparado, a la vez que aquel centro educativo de cerca de 5.200 alumnos, de los que la mayoría éramos internos, contaba con los medios más modernos de enseñanza, tanto en lo que se refiere a laboratorios como a métodos de enseñanza de idiomas. Por otro lado, la autonomía docente con la que contaban les permitía añadir a las asignaturas oficiales determinadas actividades y materias, como pueden ser las de cerámica, electricidad o trabajo con metales, actividades manuales que no estaban reñidas con los estudios teóricos. Sigo recordando con agrado a muchos de mis profesores, educadores y a los compañeros que allí tuve. 

Tras la finalización del Bachillerato Medio y realizar voluntariamente obligados la Reválida de 4º, me trasladé a la Universidad Laboral de Gijón, teóricamente la primera de las creadas en España, pero que curiosamente nunca había sido inaugurada oficialmente, lo cual se plasmaba en una placa preparada al efecto pero vacía de contenido durante décadas. El centro estaba regido por los jesuitas y contaba en su interior con un convento de clausura cuyas monjas se encargaban de las labores de lavandería y cocina, y ello lo hacían con verdadero esmero y dedicación. También aquí conté con un profesorado, en general, extraordinario e igualmente las enseñanzas recibidas iban más allá de las oficialmente reguladas, lo que nos daba a los alumnos posibilidades y conocimientos que se sumaban a los que normalmente se alcanzaban con el Bachillerato Superior.

Mi interés por estudiar la carrera de Historia en la Universidad Complutense me llevó a pedir traslado para cursar el Curso de Orientación Universitaria (COU) en una de las Universidades Laborales que entraban dentro de su distrito universitario; y para ello contaba con dos centros: la Universidad Laboral de Alcalá de Henares y la Universidad Laboral de Toledo. De entre ambas, la opción elegida fue la de Toledo, a donde llegué para el curso 1976-1977. Para mí era una nueva etapa, pero con un carácter claramente de transición hasta mi entrada en la Universidad Complutense; sin embargo, ese curso fue uno de los  momentos más decisivos para mi futuro. 

De esta forma, había pasado por tres Universidades Laborales y seis años entre los tres internados, conocido a gentes de todas las partes de España, una de las maneras de enriquecernos como personas, y, en honor a la verdad, había tenido el privilegio de gozar de la enseñanza de profesores que combinaban su dedicación con la exigencia al alumno, suma de factores a la que creo que la mayoría de los alumnos respondíamos con nuestro trabajo. 

Pero, como he señalado, el centro que más impacto ha tenido en mi trayectoria como persona y, años después, como profesor, ha sido la Universidad Laboral de Toledo. En ella pasé las dos últimas décadas de mi actividad profesional como Profesor de Secundaria, primero, y como Catedrático de Secundaria a partir del 2003, volviendo a encontrarme como compañeros a muchos de los que habían sido mis profesores y educadores, así como a mi mujer, a la que había conocido cuando ambos eramos alumnos y ahora ejercíamos como docentes. Fue allí donde estudiaron mis hijos, a los que dieron clase también algunos de los que me habían dado a mí, con lo que sus padres hemos pasado a ser, no solo antiguos alumnos y profesores en el centro, sino también padres de alumnos, lo que nos ha permitido tener una visión desde ángulos muy diversos de la educación y de la enseñanza, que no siempre son cosas idénticas, que se desarrollan en él. En esos años, además, tuve el honor de ejercer como Director de la Universidad Labora durante un mandato, años en los que descubrí nuevas facetas de una institución que ya iba por su cuarta década de existencia.

Creo, por tanto, que es una realidad el hecho de que la Universidad Laboral de Toledo ha influido en mí y en mi familia de forma decisiva. No solo estoy convencido, sino que sé a ciencia cierta que siempre los centros en los que estudiamos y las personas que nos han dado clase influyen decisivamente en nuestra trayectoria posterior, al igual que lo hacen los padres y el papel de guías que ejercen en nuestra vida, sobre todo durante la adolescencia: cuando algunos padres se acercaban a agradecer que sus hijos hubieran salido bien del curso, yo siempre les decía que eso era una culpa compartida, ya que, al igual que se buscan culpables cuando las cosas no salen bien, también hay responsables de que todo haya salido bien, y en ese sentido el triángulo formado por padres, alumnos y profesores tiene un papel determinante.

Permítanme, pues, dar las gracias a todos los profesores y educadores de las antiguas Universidades Laborales que a lo largo de muchos años nos han enseñado, más allá de los simples conocimientos, a mis hijos, a mi mujer y a mí mismo, pero especialmente a aquellos que han ejercido su labor en la Universidad Laboral de Toledo en estos primeros cincuenta años que se celebran este curso que acabamos de iniciar. Y permítanme expresar un deseo: que se vuelva a la esencia de una educación basada en la exigencia, el respeto hacia el alumno, la confianza en el trabajo de los profesores y en la enseñanza de unos conocimientos que nos hagan mejores como personas y nos abran un futuro que de otra forma será, cuanto menos, distinto y, muy probablemente, peor. Algo, yo creo que mucho, de eso hubo en las antiguas Universidades Laborales y por eso casi todos los que pasamos por ellas las recordamos con especial cariño.


sábado, 27 de agosto de 2022

COSTUMBRES ANTIGUAS Y CASI OLVIDADAS (II)

Otra fuente de indudable originalidad es la que encontramos en El libro de las Maravillas, de Marco Polo, quien, nacido en 1254, acompañó a su padre y a su tío en su segundo viaje a Oriente, a partir de 1271, cuya duración fue de cuatro años en la ida, hasta llegar a Cambaluc, capital del Gran Khan, al norte de Pekín. Marco Polo permanecerá dieciséis años en los dominios mongoles, regresando a partir de 1292 en un nuevo viaje que duró otros tres años. Será en 1296 cuando, tras su participación en la guerra entre Venecia y Génova, es hecho prisionero, relatando sus aventuras a Rustiniano de Pisa, llegado desde Inglaterra atraído por la reputación del viajero: las memorias de Marco Polo recogidas por Rustiniano tuvieron pronto una extraordinaria difusión, a la vez que fueron conocidas de distintas formas, aparte de la más utilizada de El libro de las maravillas; así, La descripción del mundo o El millón, debido este último al apodo irónico con el que los venecianos habían apodado a Marco Polo: El señor millones

Marco Polo habla, al describir la provincia de Peny, que formaba parte de la Gran Turquía sometida al Gran Khan, de la costumbre allí existente según la cual, si “un marido no ha vuelto del viaje veinte días después de la fecha fijada para su regreso, la mujer se vuelve a casar y el hombre también se casa donde él quiere.”  Una particular forma de abandono del hogar y separación legal de los matrimonios.

Más adelante, Donde se habla de la provincia de Camul, el libro recoge una costumbre curiosa de sus habitantes: “Cuando un viajero convive con ellos, el dueño de la casa está encantado de recibirle. Ordena a su mujer que satisfaga todas las peticiones del viajero, e incluso él mismo se va, de manera que el viajero pueda gozar con la mujer del hombre que le acoge. Son hermosas mujeres que consideran que esta costumbre les honra. No tienen vergüenza en ello. Todos los hombres de la provincia están así deshonrados por sus esposas. Un día, Manghu-Khan, el señor de la provincia, enterado de esta costumbre, decidió suprimirla bajo pena de grandes castigos. Desesperados, los habitantes celebraron consejo y enviaron al Khan un magnífico regalo, suplicándole que les dejara mantener esta costumbre heredada de sus antepasados. Era, según decían, en agradecimiento de este uso, que sus ídolos les concedían gran prosperidad. Entonces el Khan les respondió: <<puesto que vosotros mismos queréis vuestra vergüenza y no podéis vivir sin esta costumbre, yo lo autorizo>>, y desde entonces han guardado este comportamiento.”

 Y al hablar de los tártaros, Marco Polo describe “otra costumbre. Cuando un hombre tiene una hija y ella muere antes de estar casada, y otro hombre tiene un hijo que muere antes de estar casado. Sus padres los unen y celebran grandes bodas entre ambos y redactan contratos de matrimonio. Luego, estos contratos los queman rápidamente, para que, según ellos, los casados puedan estar informados en el otro mundo y considerarse como marido y mujer. Y los padres de los casados se consideran parientes, como si sus hijos estuvieran vivos.”

Igualmente, cuando habla de la ciudad de Cambaluc, Marco Polo dice que: “No hay ninguna prostituta en la ciudad. Viven en zonas exteriores. Son muy numerosas y amables con los extranjeros y esto es una maravilla. Más de veinte mil mujeres comercian con su cuerpo y todas viven, lo que nos da idea de la inmensa multitud de la ciudad.”

Más tarde, Marco Polo habla del Tíbet, cuyos “habitantes tienen una costumbre muy curiosa para el matrimonio de sus hijas jóvenes. Es esta.

Por nada del mundo los hombres de esta región se casarían con jóvenes vírgenes, porque no valen para nada si no tienen el hábito de acostarse con los hombres. Cuando los extranjeros que van de viaje pasan por allí, las mujeres de edad se ponen de camino con las jóvenes para que ellos hagan su voluntad. Luego, las recogen de nuevo, evitando que se vayan con los viajeros. De tal manera que las caravanas con veinte o treinta viajeros que atraviesan una aldea tienen cuanto desean porque se lo vienen a ofrecer. Pero en verdad, a la joven con quien se ha estado debe dársele un anillo, un regalo o algo que pruebe, cuando quiera casarse, que ha estado con varios hombres. Y ellas lo hacen para poderse casar. De esta manera cada jovencita debe procurarse al menos veinte signos para acceder al matrimonio. Están más solicitadas las que pueden demostrar que han sido más deseadas, porque, en definitiva, son las más agraciadas. Una vez casadas, sus maridos las quieren y tienen el adulterio por la peor de las bajezas. Todos se guardan de este deshonor, ya que tienen esposas muy adiestradas.”

No sabemos la opinión real del viajero veneciano sobre esta costumbre, pero sí sobre los habitantes del Tíbet, de los que dice que son “muy peligrosos. Robar o hacer daño no es un pecado para ellos. Son los más grandes malvados del mundo.” Pese a ello, algo positivo, sobre todo en lo económico, le mereció al Marco Polo comerciante la costumbre tibetana, ya que en su opinión: “Nuestros jóvenes caballeros harían bien en ir, para ser solicitados y disponer a su voluntad, sin desembolso alguno, de las jóvenes doncellas que deseasen.”  No debemos pensar que el pragmatismo de los comerciantes venecianos se imponía en su pensamiento frente a la moral cristiana, aunque pueda parecerlo.

También en la provincia de Gaindu hay una costumbre parecida a la de Camul. Así, allí también los “hombres no consideran como una vileza el hecho de que un extranjero u otro hombre los deshonre con sus mujeres o sus hijas o sus hermanas o con cualquier mujer que viva en la casa si no que, al contrario, encuentran muy bien este modo de proceder, porque piensan que los dioses y los ídolos estarán mejor dispuestos y les acordarán mayores riquezas. Así entregan con largueza sus mujeres a los extranjeros”, señalando también que mientras tanto abandonan la casa, a la vez que su huésped cuelga durante los días de su estancia un sombrero en la puerta de la casa hasta que se va, con lo que su anfitrión tiene así constancia de su partida. Más adelante añade que los habitantes de la provincia de Caraian no “se extrañan de que un hombre se acueste con la mujer de su vecino si ella consiente.” El consentimiento como requisito previo, sin otros condicionantes para él o para ella, como el hecho de que estuviera casada, no es, pues, un invento actual.

Por el contrario, en esa misma provincia el sexo masculino corría verdadero peligro, puesto que hasta su conquista por el Gran Khan, unos treinta y cinco años antes del viaje de Marco Polo, con algún hombre “con buen porte, o un gentilhombre” que se alojara en una casa que no fuera la suya, podía darse el hecho de que “lo asesinaban o envenenaban dándole muerte. No lo hacían para robarle su dinero, sino para que la buena sombra y gracia que tenía, su sabiduría y su salud quedaran en la casa de quien lo albergaba.”

Existe también en el libro de Marco Polo un relato sobre una de las costumbres de los habitantes de la provincia de Zardandan que nos recuerda mucho lo que algún autor clásico dice de los astures, uno de los pueblos del norte de la península ibérica en la antigüedad. Así, se dice que en Zardandan las “mujeres se ocupan de todo –los hombres sólo de la guerra y de la caza-, son los esclavos, es decir, las mujeres y los hombres que han conquistado, los que realizan todo el trabajo. Después de haber parido, las mujeres lavan al recién nacido, lo envuelven con paños y telas ya preparadas, y marchan a sus trabajos. Al mismo tiempo, el marido se acuesta y guarda la criatura con él. Permanece así durante cuarenta días, recibiendo la visita de parientes y amigos, celebrándolo con fiestas y diversiones. Porque según dicen ellos, si la mujer ha tenido gran sufrimiento, justo es que el hombre tome su responsabilidad en el cuidado de la criatura.

Al hablarnos de la India, Marco Polo nos describe la existencia de dos islas, una de hombres y otra de mujeres, situadas a “cinco millas de Quesmaturan”, provincia que sitúa como la “que está más al oeste y al noroeste”: parece corresponder con la costa de la actual Karachi; sin embargo, al hablar de las islas de los hombres y de las mujeres afirma que dependen del obispo de la isla de Scaria, que pasa a describir a continuación, y dicha isla corresponde a la actual isla de Socotora, perteneciente a Yemen del Sur.

 Nos señala que están pobladas por cristianos que viven “según la regla del antiguo testamento, que precisa que un hombre no debe copular con su mujer si está embarazada, y debe guardar cuarenta días de abstinencia después del nacimiento. Los hombres viven en su isla que abandonan durante tres meses para ir a vivir con sus mujeres, y luego regresan. Los siguientes nueve meses trabajan los campos y hacen su comercio. (…) Cuando nace una hija se queda a vivir con su madre en la isla de las mujeres. Si es un hijo se queda con la madre, quien lo cuida hasta la edad de catorce años, después se va con su padre. Las mujeres no tienen más obligación que cuidar y educar a sus hijos, y recogen los frutos de los árboles. Los hombres les suministran cuanto necesitan.”

A veces, por el contrario, las descripciones de Marco Polo sobre la fisonomía de las féminas de algunas regiones son verdaderamente crueles, pues de las mujeres de Zanzíbar, en la costa oriental de África dice, después de describirlas de forma semejante a los varones, que “son las más feas del mundo. Sus pechos tienen cuatro veces la talla de las otras mujeres”.

Por supuesto, frente a la descripción de costumbres que puede servirnos para conocer la situación del hombre y de la mujer en determinados momentos y lugares, están las opiniones de algunos autores. Así, el francés François Bernier escribió un libro en el siglo XVII, Viaje al Gran Mogol, Indostán y Cachemira, donde dice: “En las Indias –como en Constantinopla y en otros sitios-, las mujeres intervienen a menudo en los asuntos más graves y hasta los originan. Por lo general, esto no se tiene en cuenta y se cansa uno inútilmente buscando otras causas a los sucesos”.

Sin embargo, Bernier recoge aspectos variados sobre el papel y la importancia de la mujer en las tierras que visitó, ya que cuenta también, al hablar de los tártaros, lo sucedido cuando una de sus aldeas fue atacada por veinticinco o treinta jinetes indios para conseguir botín y prisioneros a los que vender como esclavos; durante su acción, una vieja tártara les advirtió que cesaran su ataque, pues, en caso contrario, cuando su nieta volviera los mataría a todos, si bien hicieron oídos sordos a esta petición. Pero, cuando iniciaron el regreso con su botín y los prisioneros, se encontraron con que “una joven tártara que cabalgaba en un caballo furioso, con su arco y su carcaj al lado, les gritó desde lejos que estaba dispuesta a perdonarles la vida si devolvían al pueblo todo su botín y se retiraban después. La admonición de la joven les convenció tan poco como las palabras de la vieja. Y el asombro de ellos no tuvo límites cuando vieron a la amazona disparar tres o cuatro flechas que hicieron caer muertos a otros tantos hombres. Los jinetes echaron mano a sus flechas, pero la joven se hallaba a tal distancia que ninguno pudo herirla. La joven se burlaba de sus esfuerzos y de sus flechas. Había sabido atacarlos calculando el alcance de su arco y la fuerza de su brazo, muy superior a la de ellos. En fin, después de poner fuera de combate a la mitad de los soldados y amedrentar a los restantes, se lanzó sobre éstos sable en mano, matándolos a todos.”

El mundo pasado, pues, no es tan distinto ni el actual tan nuevo. Las formas y las ideas se parecen, pues su punto de partida es el ser humano y su vida en sociedad, aunque entonces las descripciones adopten tonos poéticos, y hasta épicos en algunos casos, mientras que en la actualidad únicamente retorcemos el lenguaje y con ello queremos que, casi mágicamente, cambie la realidad del mundo e incluso la fisiología de sus habitantes. Tal como decíamos en una ocasión anterior, es necesario conocer la Historia como forma de entender el presente y no realizar saltos en el vacío, puesto que los experimentos de alquimista suelen ser peligros y, en ningún caso, consiguen, piedra filosofal mediante, transformar el plomo en oro.

  

jueves, 30 de junio de 2022

COSTUMBRES ANTIGUAS Y CASI OLVIDADAS (I)

He de reconocer mi pasión desde hace muchos años por los autores clásicos, por su sencillez y libertad para describir el mundo tal como ellos lo veían; hasta tal punto esto ha sido así que, en muchas ocasiones, he vuelto a abordar el conocimiento de determinados periodos históricos a través de la lectura de sus obras, y el resultado ha sido una mejor comprensión del mundo Antiguo y de la belleza y complejidad de esas épocas, mucho más allá de lo que me habían ofrecido los manuales de Historia. Y entre estos autores, Heródoto, el llamado padre de la Historia, es uno de mis preferidos, sobre todo porque sería un verdadero gozo para mí ver cómo describiría el mundo actual con ese espíritu curioso y racionalista que aplicó a su obra. En el caso español, además, contamos con preciosas ediciones de sus obras, como la llevada a cabo por la editorial Gredos, que cuenta con las valiosas aportaciones de la Introducción realizada por Francisco R. Adrados y las notas aclaratorias de Carlos Schrader, todo lo cual hace más clarificadora la lectura.

En su narración sobre Lidia, Heródoto nos dice que, en “comparación con otros países, Lidia no posee muchas maravillas dignas de mención”, aunque destaca “un solo monumento, muy superior en dimensiones a cualquier otro”, salvo los monumentos egipcios y babilonios; se trata de la tumba de Aliates, padre de Creso, costeada por “los vendedores del mercado, los artesanos y las mujerzuelas del oficio”. Según el historiador griego, todavía en su época se conservaban cinco pilares en la cima de la tumba en los que estaba registrado cuánto había aportado cada uno de estos grupos y “al hacer el recuento, se podía constatar que la aportación de las mujerzuelas era la mayor, pues resulta que todas las hijas del pueblo lidio se prostituyen para reunir una dote –lo hacen hasta que forman un hogar- y llegan al matrimonio con sus propios medios”. Aparte de esta costumbre de prostituir a sus hijas, nuestro historiador añade que son muy semejantes a los griegos, siendo los primeros que acuñaron monedas de oro y plata, así como los primeros en comerciar al por menor.

Pese a ello, posiblemente estemos más ante una costumbre de tipo religioso que ante un asunto crematístico, pues este mismo autor recoge también la costumbre, a la que considera “sin duda [la] más ignominiosa que tienen los babilonios es la siguiente: toda mujer del país debe, una vez en su vida, ir a sentarse a un santuario de Afrodita y yacer con un extranjero. Muchas de ellas, que consideran impropio de su rango mezclarse con las demás en razón del orgullo que les inspira su poderío económico, se dirigen al santuario, seguidas de una numerosa servidumbre que las acompaña, en carruaje cubierto y aguardan en sus inmediaciones. Sin embargo, las más hacen lo siguiente: muchas mujeres toman asiento en el recinto sagrado de Afrodita con una corona de cordel en la cabeza; mientras unas llegan, otras se van. Y entre las mujeres quedan unos pasillos, delimitados por cuerdas, que van en todas direcciones; por ellos circulan los extranjeros y hacen su elección. Cuando una mujer ha tomado asiento en el templo, no regresa a su casa hasta que algún extranjero le echa dinero en el regazo y yace con ella en el interior del santuario. Y, al arrojar el dinero, debe decir tan sólo: <Te reclamo en nombre de la diosa Milita> (ya que los asirios, a Afrodita, la llaman Milita). La cantidad de dinero puede ser la que se quiera; a buen seguro que no la rechazará, pues no le está permitido; ya que ese dinero adquiere un carácter sagrado: sigue al primero que se lo echa sin despreciar a nadie. Ahora bien, tras la relación sexual, una vez cumplido el deber para con la diosa, regresa a su casa y, en lo sucesivo, por mucho que le des no podrás conseguir sus favores. Como es lógico, todas las mujeres que están dotadas de belleza y buen tipo se van pronto, pero aquellas que son poco agraciadas esperan mucho tiempo sin poder cumplir la ley; algunas llegan a esperar hasta tres y cuatro años. Por cierto que, en algunos lugares de Chipre, existe también una costumbre muy parecida a esta”. Parece, sin embargo, que estamos ante una generalización de Heródoto a partir de algún tipo de culto a la fertilidad por el que las mujeres ofrecerían a la deidad su virginidad, o bien hace extensivo a todas las fieles de algunas deidades femeninas la labor que realizaban en algunos templos las esclavas adscritas al culto de una diosa, entre cuyas tareas se incluía la práctica de una prostitución sagrada al servicio de la divinidad, algo que otros autores han descrito para estas tierras.

Más adelante nos habla de un pueblo vecino de los escitas, que podrían estar situados en la cuenca del Irtisch, principal afluente del Obi, que “según cuentan, son también personas justas y las mujeres tienen los mismos derechos que los hombre, sin distinción de sexo.” Ello parece hacer referencia no a un sistema matriarcal, sino al hecho de que en culturas primitivas tanto hombres como mujeres desempeñaban todo tipo de tareas. Esta igualdad de sexos es también indiscutible en muchos momentos de la Historia de los pueblos antiguos, aunque las circunstancias no sean siempre las mejores. Así, en el año 228 a. C. los romanos enterraron vivos a un griego y a una griega, junto con un galo y una gala, en el foro boario, por indicación de los libros sibilinos; y el mismo sacrificio se renovó en el 216 a. C. después de Cannas, hecho éste al que parece referirse Plutarco al referirse a la forma de expiar un crimen de impureza de las vestales: “Pareciendo el caso atroz, los sacerdotes…”.

Esta característica, sin embargo, convivía con otros aspectos menos agradables que prueban igualmente su estadio de civilización. Se trata de la costumbre seguida por la cual “cuando a un hombre se le muere su padre, todos sus deudos llevan reses en calidad de presentes y, tras inmolarlas y descuartizar sus carnes, descuartizan también el cadáver del padre de su anfitrión; luego mezclan toda la carne y se sirven un banquete.” Estaríamos, por tanto, ante un ejemplo de canibalismo religioso cuyo objetivo era absorber el espíritu del difunto, algo que se ha dado en numerosos pueblos a lo largo de la Historia.

Por otro lado, este rito se completaba con el afeitado de la cabeza del difunto, que era limpiada cuidadosamente y bañada “en oro”, pasando a ser un objeto de veneración en lo sucesivo, práctica que la arqueología ha verificado al encontrar en las orillas del Mar Negro cráneos adornados con placas de oro.

En otras ocasiones, Heródoto señala costumbres que nos recuerdan el mundo medieval europeo; al hablar de los adirmáquidas, pueblo libio fronterizo con Egipto, señala que “son los únicos que presentan al rey a las doncellas que van a contraer matrimonio; y es el monarca quien desflora a la que resulta de su agrado”. Parece que esta costumbre se mantuvo entre algunos pueblos bereberes de Libia hasta el siglo XIX, basándose en la idea de que el rey, como sumo sacerdote, tenía poderes sobrenaturales que trasmitía en esos momentos a la virgen novia, protegiéndola así de los malos influjos.

Respecto a otro de los pueblos libios de la antigüedad, el de los nasamones, que eran polígamos, Heródoto dice que “cuando un nasamón se casa por primera vez, la costumbre establece que, durante la primera noche, la novia pasa por las manos de todos los convidados y que se entregue a ellos; y cada uno de los invitados, cuando la mujer se le ha entregado, le da entonces el regalo que al efecto ha traído de su casa”.

Y de los gindanes, pueblo que habitaba el sudoeste de Tripolitania, recoge que sus “mujeres llevan alrededor de los tobillos numerosas ajorcas de piel. Según cuentan, el significado de las mismas es el siguiente: toda mujer se ata una ajorca alrededor del tobillo por cada hombre que haya mantenido relaciones con ella. Y la que más tiene, pasa por ser la de más valía, dado que ha sido amada por un mayor número de hombres”. Como sabemos, las ajorcas son una especie de aros, normalmente de metal pero también de otros materiales, como es el caso, que para su adorno llevaban las mujeres en los brazos, muñecas o tobillos. Parece que una costumbre parecida es descrita por Eliano referida a las mujeres de Lidia.

Otro pueblo libio, el de los maclíes, durante la “festividad anual en honor de Atenea, sus doncellas, divididas en dos bandos, luchan entre sí con piedras y garrotes, cumpliendo así, según cuentan, los ritos instituidos por sus antepasados en honor de la divinidad indígena que nosotros llamamos Atenea. Y a las doncellas que pierden la vida a consecuencia de las heridas, las tildan de falsas doncellas”. Se trataría, por tanto, de una curiosa manera de comprobar la virginidad femenina, aunque la escena nos recuerde sobre todo a algunos programas de lucha entre mujeres que se pueden ver en las televisiones como una forma más de degradación del ser humano, lo cual se retransmite sin que se alcen muchas voces contra ello.

De otro de los pueblos libios, los auseos, vecinos de los anteriores, dice Heródoto que los hombres “gozan de las mujeres a discreción, y no están casados con ellas, sino que se aparean como las bestias. Y cuando una mujer tiene un hijo como resultado de sus relaciones con varios hombres, los interesados se reúnen en un lugar determinado a los dos meses y el niño se considera hijo del hombre al que se parezca”. Este sistema de adscripción de los hijos a sus posibles padres ha sido tema de conversación de muchos en pleno siglo XX, como forma gráfica de determinar la paternidad.

Un caso curioso sobre el papel de la mujer en la Antigüedad a partir de las construcciones mentales del mundo clásico lo encontramos en el mito de las amazonas, que Heródoto sitúa dentro del pueblo indígena de los záveces, que son vecinos de los libios maxies, y de las que dice que sus “mujeres son quienes conducen los carros a la guerra”. Se trata de un mito que parece haber tenido una importante base real y cuya vigencia como mito o realidad se mantuvo para los occidentales durante siglos, reflejándose de forma prolija en el arte y hasta en la Geografía.

De los licios dice Heródoto que sus “costumbres [son] en parte cretenses y en parte carias. Ahora bien, tienen una particularmente singular y en ella no coinciden con ningún otro pueblo: heredan los hombres de sus madres y no de sus padres. Y si un licio le pregunta a un conciudadano suyo quién es, el interpelado se identificará por el nombre de su madre y enumerará sus antepasados femeninos. Asimismo, si una ciudadana se une a un esclavo, los hijos se consideran legítimos; en cambio, si un ciudadano, aunque sea el primero de ellos, tiene una mujer extranjera o una concubina, los hijos carecen de derechos civiles”. Estamos, pues, ante la existencia de linajes matrilineales, no muy frecuentes, pero que sí existieron en determinadas sociedades; hay que tener en cuenta que la ascendencia por vía materna es evidente en el parto, aunque en algunos casos, como ocurría con las reinas en muchas zonas, debiera ser refrendada por la asistencia de testigos durante el nacimiento. La madre naturaleza, por el contrario, no da pruebas irrefutables de la paternidad, aunque podamos apelar al sistema seguido por el pueblo de los auseos, que hemos descrito.

Otro relato curioso sobre la prevalencia femenina aparece en el mito de los Argonautas, quienes cuando llegaron a la isla de Lemnos se encontraron “una sociedad regida tan sólo por mujeres, dado que habían asesinado a sus maridos a causa de su alejamiento por el mal olor que Afrodita les había enviado por haber descuidado su culto; tal como señalan F. Javier Gómez, Antonio Pérez y Margarita Vallejo en su obra sobre las Tierras fabulosas de la Antigüedad. No conviene, sin embargo, hacer hincapié en la menor higiene masculina que refleja este mito, pues ello puede llevar a algunas personas con responsabilidades políticas a establecer nuevas normas que nos digan, no sólo qué debemos comer o como hablar, sino también la regularidad del baño y las penas consiguientes por su incumplimiento.

También el matrimonio es el fruto de una tremenda variedad de costumbres. Heródoto señala que los babilonios, y según tenía entendido también observaban esta costumbre los vénetos de Iliria, realizaban en cada aldea “una vez al año la siguiente ceremonia: reunían a todas las doncellas que aquel año habían alcanzado la edad de casarse, las llevaban a todas juntas a un lugar determinado y a su alrededor se situaba un sinnúmero de hombres. Entonces, un pregonero las hacía levantarse una por una y las iba poniendo en venta; empezaba por la más agraciada de todas y, luego, una vez adjudicada ésta a alto precio, subastaba a la que seguía a aquella en hermosura. Las ventas se realizaban con fines matrimoniales, así que todos los babilonios casaderos que eran ricos, pujando entre sí, se hacían con las más bonitas, en cambio, todos los plebeyos en edad casadera, que para nada necesitaban una hermosa figura, recibían por su parte a las doncellas más feas y ciertas sumas. En efecto, cuando el pregonero había terminado de subastar a las doncellas más agraciadas, hacía ponerse en pie a la más fea o, si la había, a alguna lisiada y en voz alta preguntaba quién quería casarse con ella percibiendo menos dinero, hasta que la adjudicaba a quien se avenía a la menor suma. Ese dinero, como es natural, provenía de la venta de las doncellas agraciadas y, así, las hermosas casaban a las feas y lisiadas. Por otra parte, a nadie le estaba permitido casar a su hija con quien quisiera y tampoco llevarse sin fiador a la doncella que comprara, sino que el comprador tenía que presentar fiadores de que, en realidad, iba a casarse con ella; sólo entonces podía llevársela”. El historiador griego considera que se trataba de una acertadísima costumbre, aunque en su época ya había sido abandonada; hay que señalar, sin embargo, que en los documentos babilonios sobre contratos matrimoniales no han aparecido referencias a esta costumbre. Por otro lado, cuando afirma que los plebeyos en edad casadera no necesitaban para nada a una mujer con hermosa figura, está reflejando desde su posición aristocrática una realidad social común a muchas épocas: las esposas de la gente humilde eran, sobre todo, un instrumento más de trabajo de la unidad familiar.

Sobre las costumbres de los egipcios, Heródoto señala que estos han adoptado “en casi todo, costumbres y leyes contrarias a las de los demás pueblos. Entre ellos son las mujeres las que van al mercado y hacen las compras, en tanto que los hombres se quedan en casa tejiendo. Y, mientras que los demás pueblos tejen echando la trama hacia arriba, los egipcios lo hacen hacia abajo. Los hombres llevan los fardos sobre la cabeza; las mujeres sobre los hombros.” Estas diferencias de los egipcios con otros pueblos iban, incluso, más allá, pues, según él, las  “mujeres orinan de pie; los hombres en cuclillas.” Y, tanto unas como otros: “Hacen sus necesidades en casa, pero comen fuera, en las calles, alegando, al respecto, que las necesidades poco decorosas -pero ineludibles- hay que hacerlas a solas, y a la luz pública las que no lo son.

También, a diferencia de lo que ocurría en la mayoría de los pueblos antiguos: “Ninguna mujer ejerce el sacerdocio de dios o diosa alguno; los hombres, en cambio, ejercen el de todos los dioses y diosas.” Estamos ante una afirmación que debe, sin embargo, ser matizada, ya que posiblemente este historiador se refiera a la menor importancia de las tareas religiosas de las mujeres en los templos y en la religión egipcia, pero no a su exclusión, puesto que sabemos, y eso es visible, por ejemplo en la pintura, que la mujer participaba de los ritos religiosos y formaba parte, con determinadas funciones, de los templos.

Por último, Heródoto refiere, en contraposición a lo que ocurría en el mundo griego, que en Egipto los “hijos, si no quieren, no tienen ninguna obligación de mantener a sus padres, pero las hijas, aunque no quieran, tienen una obligación estricta.” La cuestión para nosotros sería dilucidar si en este tema somos más griegos, entre los que se podían perder los derechos como ciudadanos si no se cumplía con esta obligación, o somos más egipcios.

En la obra antes citada sobre las Tierras fabulosas de la Antigüedad, sus autores señalan que quizás el relato que da una curiosa solución a los problemas que pueda platear la relación entre los sexos se deba a la fantasía de Luciano en sus Historias verdaderas, donde parodia las obras sobre fabulosos viajes en los que la realidad había terminado por desaparecer ante la simple fabulación. Luciano narra un viaje a la Luna, situada en medio del aire a modo de isla, cuyos habitantes eran los “cabalgabuitres, hombres que cabalgaban a modo de caballos sobre buitres enormes cuyas plumas eran mayores que el mástil de un navío mercante.” Además, lo más chocante de su relato sobre esta isla es que en ella no existían mujeres, por lo que sus gentes “actuaban hasta los veinticinco años como esposas y después como maridos, quedando embarazados en la pantorrilla.”

Estamos casi seguros de que el relato anterior, y todo lo que los autores clásicos escriben sobre el mundo de la época, no tiene ninguna vigencia en la actualidad ni posibilidad de hacerse real en la actualidad. O sí, quién sabe.